¿Qué significa incidir? Disputas por el sentido de la acción política

Hoy, en pleno siglo XXI, parece raro tener que hablar de retrocesos en derechos humanos, políticos o sociales; después de todo, el siglo XX fue escenario de conquistas históricas: huelgas obreras, marchas feministas, levantamientos estudiantiles, luchas campesinas y una expansión sin precedentes del horizonte ciudadano. Parecía que el espacio público no dejaría de ensancharse.

Pero algo ha cambiado. Aunque cada vez se habla más de participación, las formas en que realmente se puede actuar como ciudadano se han ido reduciendo. En los últimos años, la palabra incidencia ciudadana se repite por todos lados, como si fuera prueba de compromiso social. Pero, ¿qué significa de verdad incidir? ¿Solo cuenta cuando se habla con autoridades o se participa en reuniones formales? ¿Qué pasa con las formas de acción que nacen en los márgenes, en la calle, o desde lo que incomoda?

En medio de este auge participativo de las democracias contemporáneas, crece una sospecha: ¿no se ha vaciado de contenido lo que significa participar?

El término “incidencia ciudadana” está en boca de instituciones, ONGs, universidades… pero la pregunta sigue ahí: ¿es incidir únicamente influir en políticas públicas? ¿O también lo es cuando una comunidad irrumpe el orden establecido, resiste desde lo cotidiano o transforma sin pedir permiso? ¿Qué separa un gesto ético —como recoger basura en la calle— de una acción política que reconfigura lo común?

Desde estas preguntas, en este artículo quiero poner en duda esa noción de incidencia. Me apoyo en Hannah Arendt, que pensaba la política como aparecer junto a otros en el espacio público, y en Jacques Rancière, que defendía el conflicto como base de lo político. Con ellos, quiero explorar los límites, las ausencias y las posibilidades de una idea que, si quiere seguir siendo útil, necesita ser sacudida.

Breve genealogía del concepto de incidencia ciudadana

La idea de “incidencia ciudadana” no siempre formó parte del repertorio político de la sociedad civil. Comenzó a tomar fuerza hacia finales del siglo XX, cuando América Latina salía de las dictaduras y apostaba —al menos en el discurso— por democracias más participativas. Fue en ese contexto que organizaciones sociales, colectivos vecinales y movimientos barriales empezaron a hablar de “incidir” como forma de intervenir en decisiones públicas. Aunque muchas de estas experiencias operaban desde fuera del Estado, el término comenzó a asociarse con un tipo de legitimidad técnica que aún persiste.

Durante los años ochenta y noventa, “incidencia” se consolidó como parte del nuevo lenguaje del desarrollo. Un lenguaje que valoraba la participación, pero dentro de formatos específicos: demandas canalizadas a través de rutas administrativas, mesas técnicas o procedimientos reconocidos por el Estado.

Covarrubias y Gómez (2001) definieron la incidencia como una intervención sistemática y estratégica para influir en decisiones políticas. Esta definición, tan funcional como extendida, tradujo la acción colectiva en planes, cronogramas, indicadores y actores clave. Pero, al mismo tiempo, dejó al margen otras formas de hacer política: aquellas que, sin dejar de ser organizadas, articuladas y guiadas por intereses colectivos, no necesariamente buscan interlocutar con el Estado ni ajustarse a su lógica.

En ese sentido, prácticas como las ollas comunes, las tomas de tierras, las rondas campesinas o los paros regionales rara vez se etiquetan como “incidencia”, aunque tengan una fuerza política innegable. Como advierte Olvera (1999), cuando la participación se traduce en un saber especializado, solo quienes dominan el lenguaje institucional —educados, financiados, reconocidos— acceden a la palabra legítima. Por eso, me interesa recuperar el sentido político de incidir. No como estrategia para entrar al poder, sino como forma de ejercerlo desde lugares no previstos desde el Estado.

¿Qué entendemos —y deberíamos dejar de entender— por incidencia ciudadana?

Como ya hemos visto, muchas veces se entiende la incidencia ciudadana como un conjunto de acciones organizadas para influir en decisiones del Estado. Desde esta mirada, incidir es visibilizar, proponer, argumentar… siempre con la idea de que el Estado es el interlocutor principal. El problema se agrava cuando solo se reconoce como político lo que entra en actas o informes. ¿Y todo lo demás? ¿Las formas de organización que no siguen el guion? ¿Las prácticas que nacen desde los márgenes? Tal vez sea hora de pensar la ciudadanía no como algo que se tiene porque la ley lo dice, sino como algo que se ejerce, incluso —y sobre todo— cuando no hay reconocimiento oficial.

¿Y si incidir no fuera adaptarse a los marcos existentes, sino cuestionarlos, interrumpirlos, crear otros nuevos? Desde ahí, propongo otra lectura: ver la ciudadanía como una fuerza que se activa, no como un derecho que alguien otorga ni como una habilidad que alguien enseña. Una ciudadanía que no espera ser invitada, sino que aparece por su cuenta. Que no pide permiso, sino que se abre paso. Que no se acomoda a los formatos, sino que los rompe si es necesario. Estas preguntas nos llevan al fondo del asunto: ¿qué entendemos por política? ¿Por ciudadanía?

Cuando Jacques Rancière habla de política, no se refiere a partidos, leyes o instituciones. A eso lo llama orden policial. Pero cuidado: no se refiere a la policía como institución represiva, sino a una lógica de organización social que define qué se ve, qué se dice, quién cuenta y quién no. El orden policial es el reparto de lo visible y lo decible: quién tiene voz, quién puede ser escuchado, qué cuerpos importan, qué demandas son consideradas legítimas. Es, en el fondo, el “sentido común” de una sociedad: su manera habitual de distribuir lugares, funciones y tiempos.

 ¿Dónde empieza la acción política?

La política, en cambio, aparece cuando ese reparto se interrumpe. No cuando una demanda es canalizada dentro del sistema, sino cuando irrumpe algo que no tenía lugar asignado. Un gesto que dice: yo también soy parte, aunque ustedes digan que no. Ese gesto rompe con la distribución previa de los papeles y produce lo que Rancière llama disenso. Pero no se trata de una simple diferencia de opiniones, sino de un conflicto más profundo: un desacuerdo radical sobre qué es un problema, quién tiene derecho a nombrarlo y quién puede aparecer como sujeto político.

En este punto emerge una de las nociones más potentes de Rancière: la parte de los sin parte. Es decir, aquellos que no eran reconocidos como interlocutores válidos, los que estaban excluidos del reparto político, irrumpen en escena para no pedir inclusión, sino para poner en evidencia que el supuesto consenso se sostenía sobre su exclusión. La política, entonces, no es una mejora del orden existente; es una fisura, una ruptura que lo cuestiona de raíz.

De ahí que Rancière diga que la política no es el arte del consenso, sino del disenso. La política no aparece cuando todos se sientan a dialogar con reglas preestablecidas, sino cuando alguien interrumpe esas reglas, cuestiona quién las impuso y dice: yo también tengo voz, aunque me hayan dejado fuera. Esa irrupción —cuando quienes no eran contados se hacen contar— es profundamente política.

Desde esta perspectiva, incidir no significa simplemente participar en espacios diseñados por otros. No es llenar un formulario, sentarse en una mesa técnica o asistir a una audiencia pública. Incidir, en un sentido político radical, es cuestionar quién decide qué es participación, desde cuándo y bajo qué condiciones. Es disputar el lenguaje, las reglas del juego, el reparto mismo de los papeles. Pensemos, por ejemplo, en lo que ocurrió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos tras la violenta intervención policial en 2023. Los estudiantes no pidieron permiso. No esperaron una invitación del rectorado ni se limitaron a “dar su opinión” en los canales formales. Se organizaron, hicieron vigilias, publicaron comunicados, tomaron la palabra. ¿Eso fue incidencia? Desde una mirada tecnocrática, probablemente no: no hubo un procedimiento oficial. Pero desde una perspectiva política, fue exactamente eso. Los estudiantes interrumpieron el orden que los negaba como sujetos políticos y exigieron ser escuchados, no como víctimas, sino como actores capaces de disputar sentido.

Aquí, la reflexión de Hannah Arendt se vuelve clave. Para ella, la acción política no consiste simplemente en ejecutar una demanda o resistir una injusticia. Es algo más radical: aparecer junto a otros, hablar y ser visto, iniciar algo nuevo. Arendt llama a esto natalidad: la capacidad humana de comenzar. Porque cada vez que alguien irrumpe en la escena pública para decir algo que no se esperaba, está creando un mundo en común. Ese acto inaugural es lo que hace posible la ciudadanía.

Lo común no se gestiona: se construye

En muchos espacios juveniles, escucho con frecuencia: “tenemos que hacer incidencia”. Pero esa frase suele arrastrar una operación silenciosa: se oculta el conflicto, se suaviza lo incómodo, y lo político se traduce en términos de gestión. Las demandas deben ser “viables”, “dialogables”, “sostenibles”. Se pule el lenguaje, se empaquetan los problemas, se eliminan las grietas. La política se vuelve una versión decorativa de la administración: ordenada, técnica, previsible.

Pero ¿qué ocurre cuando una comunidad decide organizar su propia ronda vecinal, sin esperar el visto bueno del municipio? ¿O cuando un colectivo feminista redacta un protocolo contra la violencia, aunque la universidad se niegue a reconocerlo formalmente? ¿Eso no es también una forma de incidir, aunque no entre por la puerta grande de la institucionalidad?

Arendt diría que sí. Para ella, lo político no es simplemente administrar un espacio común que ya existe, sino crearlo. Lo político aparece cuando las personas, distintas entre sí, se reúnen para actuar juntas sin un libreto previo, reconociéndose como iguales en su derecho a tomar la palabra. No se trata de repetir procedimientos establecidos, sino de inaugurar algo nuevo: de traer al mundo una escena inesperada de igualdad. Y ese acto de aparición no siempre es armonioso. Lo común no nace del consenso, sino de la confrontación entre visiones distintas de cómo vivir juntos. La pluralidad no se reduce a la suma de diferencias; implica un desacuerdo real, una disputa por el sentido. Por eso, lo común no es un lugar neutral que ya está ahí y al que hay que acceder siguiendo ciertos pasos. Es una práctica viva, inestable, que se reinventa todo el tiempo a partir de los encuentros, los choques y las decisiones compartidas.

Ahí también se incide. No solo en las mesas de diálogo con voceros oficiales, sino en las calles, en los colectivos, en las redes de cuidado, en las acciones que interrumpen lo dado y anuncian lo posible.

La ciudadanía también es disidencia (y hay que organizarla)

Ya terminando, es común, y a veces justo, que a quienes cuestionamos el orden vigente se nos exija “propuestas”. Pero como señala Rancière, proponer no es siempre diseñar soluciones dentro del marco existente, sino abrir nuevos espacios de posibilidad donde antes no los había. A veces, lo más político es sostener el conflicto, no gestionarlo; imaginar formas distintas de convivir, no solo mejorar lo que ya existe.

Desde esta perspectiva, las organizaciones juveniles no deben limitarse a validar las agendas oficiales. Debemos crear espacios para pensar, compartir y actuar políticamente sin pedir permiso. No se trata de preguntar “¿cómo nos incluimos?”, sino “¿qué queremos hacer con lo que vivimos?”. Porque si solo participamos en los marcos ya establecidos, no queda lugar para lo nuevo. Más que seguir invitando solo a autoridades o especialistas a hablar de incidencia, es hora de mirar al lado y trabajar con organizaciones barriales, comedores, colectivos feministas, migrantes o disidentes que ya están creando comunidad sin esperar autorización. En esos espacios lo político emerge en estado puro: cuando se comparte la palabra y se crea mundo.

En cuanto a las escuelas o programas de formación política, quizás lo urgente no es capacitar para participar “correctamente” en el sistema, sino abrir espacios donde los jóvenes puedan experimentar otras formas de habitar lo común. No se trata de formar ciudadanos obedientes, sino sujetos capaces de imaginar y disputar sentidos; personas que a veces se salgan del libreto, desarmen reglas e incomoden. La ciudadanía, tal como lo enunciamos antes, no es solo pertenencia legal, es afirmación de existencia.

Como diría Rancière, la igualdad no se otorga: se asume y se actúa. Ciudadanía no es obediencia ni técnica, sino capacidad de interrumpir y decir: “yo también tengo voz, aunque nadie me haya dado turno”. En un país donde muchas ciudadanías fueron negadas, organizar, compartir y sostener el disenso es, en sí mismo, un acto profundamente político y propositivo.

Cierro con una idea

Incidir, podemos decir, no es simplemente ocupar un espacio ya dado, sino crear uno nuevo desde donde hablar y actuar. No se trata de influir en la lógica del poder para que nos escuche, sino de interrumpirla con otra lógica distinta. A veces, incidir no significa institucionalizar demandas, sino mantener viva una forma distinta de vida en común. Por eso, quizás no sea cuestión de buscar un lugar dentro del sistema, sino de construir otros espacios para pensar y actuar políticamente sin pedir permiso, interrumpiendo los órdenes que deciden quién tiene voz y quién debe quedarse callado.

Reconocer que estamos atravesados por discursos hegemónicos que miden la acción política por su eficacia y validación externa no es sencillo. Esa lógica que privilegia “resultados” dificulta insistir en formas de incidencia más colectivas, lentas y situadas, donde el proceso mismo de cuestionar, desaprender y tantear entre contradicciones sea valioso. Aunque no tengamos todas las respuestas, en un país como el Perú, donde tantas ciudadanías fueron negadas, aparecer, hablar, actuar y disputar es un acto profundamente político. Porque justo ahí, cuando alguien dice “yo también soy parte, aunque no me vean”, comienza lo nuevo. Y eso, justamente, podría ser el significado de incidir.

Referencias

Arendt, H. (1997). La condición humana (8.ª ed., trad. R. Herrera). Paidós. (Original publicado en 1958). https://ezequielsingman.blog/wp-content/uploads/2020/09/la-condicion-humana-hannah-arendt.pdf
Covarrubias, M., & Gómez, E. (2001). La incidencia ciudadana como instrumento de participación. Tribunal Supremo de Elecciones. https://www.tse.go.cr/pdf/fasciculos_capacitacion/la-incidencia-ciudadana-como-instrumento-de-participacion.pdf
Olvera, A. J. (1999). Las leyes de participación ciudadana en México. Secretaría de Gobernación. http://www.gobernacion.gob.mx/work/models/SEGOB/Resource/946/4/images/OlveraEntregable3_leyes_de_participacion_ciudadana.pdf

Rancière, J. (1996). El desacuerdo: Política y filosofía. Ediciones Nueva Visión. https://arditiesp.wordpress.com/wp-content/uploads/2012/10/ranciere_desacuerdo_completo.pdf